26/7/14

Despedida





     Hace ya algún tiempo, hablé aquí de un granadino que siempre me ha gustado más como poeta que en otras facetas suyas. Ahora, este paisano se despide de publicar con un artículo en IDEAL, en el que lleva a cabo algo que ya ha hecho otras veces: incluir un párrafo que, pareciendo en prosa, en realidad es poesía. En estos casos, yo he jugado siempre a separar los versos, tratando de adivinar como él los hubiera dispuesto en el caso de publicarlo como un poema. Y eso mismo he hecho ahora, pero cualquiera de vosotros podréis hacer otra separación, igualmente válida, sin que lleguemos a saber cual es la de su autor.

     Arriba tenéis la imagen del artículo, que podeis ampliar haciendo clic, y aquí lo que yo he visto en ese párrafo.


Llega un día en que se tuerce el camino
y la vida se pone cuesta arriba. 
Un viento desatado nos derriba,
como un perro feroz y repentino.
Ya no puedes tirar de tu indolencia, 
de tu cuerpo rendido, desplomado.
Lo vivido te duele. Es el pasado,
su recuerdo tenaz, su decadencia.

Llega un día en que todo ha sucedido.
La infancia. El amor y la alegría.
La muchacha que tanto nos quería.
Los parientes y amigos que se han ido.
Ya digo que me nubla la razón
lo oscuro de la vida que nos queda;
cuando solo vislumbro la humareda
de aquel fuego que fue mi corazón.

Me miro de perfil en el espejo,
donde he sido tan joven como aquel
que botaba barquitos de papel
y ahora solo se tiene por un viejo.

Pero sigo viviendo, paso a paso.
La vida siempre acaba en un fracaso.



18/7/14

Margot


     Nos llamábamos igual, incluso el diminutivo familiar era el mismo, por lo que, para distinguirnos, nos apodaron como La Grande y La Chica, siendo yo La Grande por llevarle algún año. Decíamos que éramos primas pero el parentesco era lejano, a pesar de lo cual estábamos siempre juntas y fuimos cómplices de innumerables estropicios y travesuras.

     Un día, su familia se trasladó a Madrid para ocupar su padre un gran puesto y cuando, pasado algún tiempo, volvió a Granada, hablaba “fino” y su nombre había cambiado, de ser un nombre castizo y zarzuelero, al que estaba de moda por entonces. Tampoco ya era La Chica, pues había crecido más que yo  y parecía, incluso, mayor que yo. Cuando la tuve enfrente y la miré a los ojos, supe que éramos dos extrañas.

     Hace muchos años que no se de ella, pero al oír este tango siempre me acuerdo de aquella niña que subió a un tren para Madrid y no volvió nunca.

Yo me acuerdo no tenías casi nada pa ponerte
hoy usás ajuar de seda con rositas rococó.
Me revienta tu presencia, pagaría por no verte, 
si hasta el nombre te has cambiado como ha cambiado tu suerte:
ya no sos mi Margarita, ahora te llaman Margot



10/7/14

Nativos digitales






     Diecisiete años, recién aprobada la selectividad, lejano ya el Tuenti y ahora forofo de WhatsApp. Con iPhone, iPad y lo que le echen. Me dice que no le gustan los ordenadores porque “están siempre llenos de virus”, que al de su abuelo le han tenido que cambiar la pantalla porque salía una ventana diciendo que el Windows es falso, pero que en la pantalla nueva le sigue saliendo la misma ventana. Le explico que el Windows no está en la pantalla, sino en ese chisme grande que hay debajo, y que pueden cambiarle cien veces de pantalla y seguirá saliendo lo mismo. Me mira como si le estuviera hablando en chino y atiende el silbidito del WhatsApp.
  

3/7/14

El ascensor de doña Mar




     No se si alguno conocéis el Palacio de Carlos V, que está en el recinto de la Alhambra y gestionado por su Patronato. Para mí fue siempre muy familiar porque durante muchos años cumplí el rito de una visita anual al Museo de Bellas Artes, que se encuentra en su planta superior, para extasiarme ante “mi” Virgen del Lucero de Alonso Cano o sentarme en la banqueta que había delante del célebre cardo de Sánchez Cotán. Pero fue pasando el tiempo, yo cumpliendo años y estas visitas se fueron espaciando a causa de su terrorífica escalera. Sí, he dicho bien, terrorífica, pues los que conocéis mis fotos en Flickr, habéis visto toda clase de escaleras dificultosas, escaleras empinadas, de escalones altos, escaleras de tres tramos como la de la Real Chancillería, escaleras propias de personas que se morían jóvenes, con sus articulaciones y su corazón en perfectas condiciones de uso. Pero la del Carlos V es otra cosa, las supera a todas, la de allí tiene unos escalones que crecen conforme los subes y que bailan cuando los bajas, animándote a rodar por ellos. Y, encima, una balustrada tan alta, ancha y llena siempre de turistas que no hay forma de agarrarse.

     Así que ya hace tiempo que se acabaron las visitas anuales al museo y que vengo perdiéndome todas las exposiciones que hay en la planta superior. Pero, hace un par de años, María del Mar Villafranca, directora del Patronato, empezó a hablar de instalar un ascensor para discapacitados y –por fin- no hace mucho anunció a bombo y platillo su estreno para “poner el monumento y el museo al alcance de todos”.

     Y, como yo soy muy inocente, voy y me lo creo, y hace unos días me encamino a ver una exposición que me interesaba. En principio, llego con mucho ímpetu y me arriesgo a subir las escaleras, pero al terminar de ver la exposición y a la vista de lo mal que me había ido al subir, le pregunto a una azafata donde está el ascensor. Y ahí empieza la aventura digna de Indiana Jones en sus mejores tiempos. Lo primero es que la uniformada chica me dice que el ascensor está reservado a los discapacitados, a lo que le contesto que tener 78 años ya es una discapacidad en esa escalera, así que la chica, muy amable, me acompaña hasta dejarme en manos de un guardia de seguridad al que tiene que dar explicaciones de por qué esta señora, que no va en silla de ruedas, necesita el ascensor. El guardia se queda dudoso, pero al fin transige y me acompaña por todo el Museo de Bellas Artes hasta donde está el ascensor, muy escondido y teniendo que abrir una puerta con su llave como si en vez de un ascensor fuera la cámara del tesoro del mencionado Indiana. Una vez ante él y rodeados de impresionantes muros históricos, llama por el chisme que lleva en la mano a la seguridad de la planta baja, pues parece ser que mientras no lo autoricen abajo el ascensor no sube. Y allí nos ponemos a esperar, él llamando reiteradamente y yo cada vez más apurada del jaleo que había armado con mi petición y deseando volverme atrás y bajar la dichosa escalera aunque sea rodando. Por fin el guardia recibe un toque, llama al ascensor, este sube, nos metemos los dos, llegamos abajo y allí me pone en manos de un señor con aspecto de ser el jefe máximo de la seguridad, que me dice un poco malhumorado que tengo que recorrerme todo el Museo de la Alhambra para llegar a la puerta, ya que estamos en el final de él. O sea, que cuando me vi en la calle me pareció mentira.

     ¿Qué os parece mi aventura? ¿No es absurdo que se gasten un dineral –o nos lo gastemos- en poner el ascensor y luego sea tan complicado usarlo? Pues a mí no me han quedado ganas de volver a meterme en ese lío y, una de dos, o me arriesgo con la escalera, o la Virgen del Lucero, el cardo y las exposiciones se van a quedar esperándome para siempre jamás.